Érase una vez la historia de un pequeño
duende: El Duende Cazador de Recuerdos. Era pequeño y travieso, de orejillas puntiagudas y tan chiquitito como una nuez. Pasaba las tardes aburrido sentado en
la ventana del árbol donde vivía tranquilo y feliz junto a sus padres y sus 7
hermanos. Sin embargo, este duende tenía una característica que lo hacía
diferente al resto: no podía tener Recuerdos. El pobre era incapaz de recordar
todo aquello que le gustaba: las tardes de juegos en el bosque con sus
hermanos, los paseos por el campo para recoger fruta con su papá o las
historias que le contaba su mamá antes de irse a dormir.
Una noche, una de esas en las que la
luna se tiñe de color carmesí, el duende descubrió que, si se hace con mucho
cuidado, los recuerdos se pueden guardar y almacenar para toda la vida. Sólo
hay que escribirlos en un papel de colores, y una vez terminado, enrollarlo y
ponerle un lazo para que el recuerdo no se escape.
Así que un buen día, el duendecillo,
cansado ya de hacer cosas y luego no poder recordarlas, tomó una decisión: se
convertiría en Cazador de Recuerdos. Cada semana se escaparía de noche e iría a
la ciudad para robar los recuerdos de los niños que allí viviesen. Así nunca le
faltarían recuerdos que rememorar cuando estuviese aburrido en la ventana de su
habitación. A partir de ese día, viviría de los recuerdos de los demás.
Esa misma noche preparó todo lo que iba
a necesitar: una mochila, sus botas de paseo y una gran tarro de cristal para
meter allí todos y cada uno de los recuerdos que obtuviera en la gran ciudad.
Al principio el tarro estaría muy vacío, pero seguro que a medida que avanzaran
las semanas el tarro se iría llenando, así que eligió el más grande de la
despensa de Mamá.
Una vez tenía todo listo, saltó por la
ventana y empezó a caminar hacía la ciudad. Estaba ansioso por ver qué cosas
nuevas y divertidas podía llegar a encontrar. Caminó por las calles y se subió
a todos los sitios que pudo para asomarse a través de las ventanas de la
casas. Su nariz redonda y de color rosita casi se hizo plana de tanto tiempo
que llegó a permanecer algunas veces pegado a los cristales en su intento de
encontrar algo diferente y especial.
Empezaba a amanecer y el duendecillo
sabía que se acercaba la hora de regresar a casa. Tenía que llegar antes de que
sus papás se dieran cuenta de que no estaba allí y le castigaran, evitando que
pudiera volver a salir de nuevo. Sin embargo, cuando ya enfilaba el camino de
regreso, descubrió la casa de una niña recién nacida que dormía plácidamente en
su cunita gris con lunares blancos. Inmediatamente, el duende supo que esa niña
podría proporcionarle grandes Recuerdos, así que cada semana se escaparía del
bosque e iría a visitarla. En su mochila llevaría de nuevo el tarro de cristal
y después de que sus padres la dieran un beso deseándola dulces sueños, el
duende se acercaría a ella y la robaría uno de sus recuerdos, el que más le
gustase.
De regreso a casa, el duendecillo tuvo
una genial idea: si quería recordar donde vivía esa niña, tendría que dejar
marcado el camino para poder volver a verla. Sacó de su mochila una pintura de color
rojo y en cada esquina fue pintando un dibujo que le recordase que estaba yendo
por el camino adecuado. Ese dibujo era una carita, pero no una cara cualquiera,
sino una cara sonriente. Así que el símbolo que le guiaría de nuevo hacía esa
niña sería una sonrisa: su sonrisa.
Una vez en casa, escondió el tarro
debajo de su cama y dejó las botas manchadas de barro en el zaguán de la
entrada para que su mamá no le regañara. Pasó los días mirando el tarro vacío,
pensando con qué recuerdos le gustaría poder llenarlo.
Pasados 7 días, volvió de nuevo a saltar
por la ventana. Era hora de ir a visitar a su nueva amiga. Era hora de seguir
el camino de sonrisas que había dejado marcado la semana anterior. Era hora de
colarse por la ventana y sentarse al lado de su cama para poder robarla uno de
sus recuerdos.
Y así fue como, semana tras semana,
recuerdo tras recuerdo, el duende fue conociendo la vida de esa pequeña niña.
Durante todo un año la estuvo visitando y cada semana escogía el recuerdo que
más le gustaba: unos le hacían reír, como cuando dentro de la barriga de mamá
descubrió que iba a ser una niña; otros le hacían llorar, como cuando descubrió
que el bebé tendría que pasar por el quirófano por primera vez; sin embargo,
todos tenían una cosa en común: le hacían sentir.
Gracias a todos esos recuerdos, el
duende conoció porqué la niña tenía la sonrisa partida o porqué la costaba
tanto mantenerse despierta, supo de su labio leporino y de su comunicación
interventricular. Gracias a sus recuerdos conoció a sus papás, a sus abuelos y
a sus tíos. Gracias a sus recuerdos
conoció a todos sus doctores, a todos sus ángeles de la guarda.
Gracias a todos esos recuerdos, el
duende pudo conocer el mar y saborear el agua salada, supo cómo suenan los
tambores o todo lo que implica que te operen, no una ni dos, sino tres veces.
Gracias a todos esos recuerdos, el duende comprendió lo difícil que es tener
que ir a hospitales semana sí y semana también, sintió los nervios que se
tienen antes de nacer o incluso la felicidad que se siente al dar por primera
vez la vuelta al sol. Gracias a todos esos recuerdos, el duende conoció la historia
de la niña.
El número de recuerdos que había
guardados en el tarro cada vez era más y más grande, así que el duende decidió
ponerle nombre a todos y cada uno de ellos para poder encontrarlos más
fácilmente: UN PAR DE RAYAS ROSAS, PROBLEMAS EN EL PARAÍSO, EL GRAN DÍA,
SUPERHÉROES EN EL ARTE DE VIVIR o QUERIDOS REYES MAGOS.
Cada semana, el tarro estaba más y más
lleno, hasta que un día ya no cupo ni uno más. Entonces el duende supo que era
hora de cambiarlos a un tarro aún más grande. Aprovechando que todos en su casa
dormían, cogió una silla y se subió a la estantería donde su mamá guardaba
todos los tarros de cristal. Estirando mucho el brazo, alcanzó aquel que creía
más adecuado para almacenar todos los recuerdos, con tan mala suerte que en el
último momento y cuando ya casi lo tenía en sus manos, éste resbaló cayendo al
suelo y rompiéndose en mil pedazos. El estruendo despertó a su mamá, que
sobresaltada acudió corriendo a la cocina para ver qué es lo que había
ocurrido.
Allí, en el suelo, encontró a su pequeño
duendecillo tirado entre un montón de cristales y llorando sin parar.
- ¿Pero se puede saber qué es lo que ha
pasado? ¿Te has hecho daño, cariño?
El duende miró avergonzado a su mamá
mientras ella le ayudaba a levantarse. Entonces no le quedó más remedio que
contarle toda la verdad.
- Verás Mamá, estaba intentando alcanzar
este bote de cristal.- La dijo mientras se limpiaba las lágrimas que caían de
sus ojos.
- ¿Y para qué necesitas un bote de cristal?
- Pues... lo utilizo para almacenar
Recuerdos. No los míos, sino los de una niña a la que voy a ver a la gran
ciudad. Cada semana me siento junto a ella mientras duerme y la cojo un
recuerdo. Después lo guardo en este tarro para tenerlo siempre conmigo.
- ¿Y para que quieres sus recuerdos?
¿Qué haces con ellos?
- Pues como yo soy incapaz de tener
recuerdos, me gusta tener los suyos. Los dejo guardados en el tarro debajo de la cama y cuando estoy solo en mi
habitación los saco para echarlos un vistazo. Así me pongo feliz.
Entonces su madre, agarrándole de la
mano y mirándole tiernamente, le dijo:
- Cariño, no importa que tú no tengas
Recuerdos. Todos tenemos algo que nos hace especiales en esta vida. Al igual
que tú, seguro que esa niña a la que vas a ver también tiene algo que la hace
especial. Pero no hay que avergonzarse de ello, mi vida. Además, te voy a
contar un secreto: de nada sirve tener Recuerdos si los dejas guardados para
siempre dentro de un tarro de cristal. Lo importante de los Recuerdos es
compartirlos con los demás, para que su esencia no se pierda y todos puedan
disfrutar de la magia que guardan en su interior. Por eso, tienes que volver a
casa de esa niña y devolverla todos y cada uno de sus Recuerdos. Hazla ese
regalo para que cuando sea mayor pueda conocer su historia y compartirla con
todos aquellos que la rodean. Deja que sea ella quien la cuente y
quien viva su vida. Tú tienes que vivir la tuya.
- Mamá, ¿y qué voy a hacer yo sin
Recuerdos?.- Le preguntó el duende mirándola fijamente a los ojos.
- ¿Sabes que es más importante que los
Recuerdos? Los Sueños. Los Sueños nos permiten ser quienes queramos y alcanzar
todo aquello que nos propongamos. Además, los Sueños también los podrás
guardar, escribiéndolos en un papel y metiéndolos en este tarro.- Le dijo su
mamá mientras le daba el tarro más grande que tenía en la despensa.- Procura
que siempre esté lleno y que el tarro nunca se quede vacío.
Y así es como el Duende Cazador de
Recuerdos volvió a la noche siguiente a casa de esa niña. Se sentó a los pies
de la cama y acariciándola la cabeza, la susurró al oído:
- ARIADNA, aquí tienes tus Recuerdos,
para que puedas disfrutar de ellos cuando te hagas mayor. Compártelos con los
demás, porque así es como realmente tendrán valor. Cuida de ellos y sigue
creándolos, porque son maravillosos. Aliméntalos y vívelos con los demás,
porque así conseguirás que sean más especiales. A partir de ahora, te toca a ti
contarlos al resto del mundo. Yo siempre estaré cerca de ti, pero a partir de mañana
no te quitaré ni un recuerdo más. Son tuyos.
El duende pegó un salto, bajándose de la
cuna y cuando se dirigía hacia la ventana, volvió corriendo de nuevo y la dio
un fuerte beso en la frente a su querida niña, aquella que sin pedirle nada a
cambio había compartido con él todas y cada una de sus vivencias.
- Gracias Ariadna por haberme dejado
formar parte de tu historia. Cuando seas mayor, acuérdate de que todos tenemos
algo que nos hace especiales y no vivas sólo de tus Recuerdos, sino también de
tus Sueños.
A la mañana siguiente, cuando los padres
fueron a despertar a la niña, descubrieron un pequeño tarro de cristal a los
pies de la cuna. Dentro había un montón de papeles, todos ellos cerrados con
lazos de colores. Sus papás empezaron a leer emocionados todos y cada uno de
aquellos papeles, descubriendo que eran los recuerdos de la pequeña Ariadna.
Decidieron que ellos también querían participar de esa historia, la de su hija,
así que sacaron un bolígrafo y empezaron a escribir alguno de sus recuerdos
vividos junto a ella. Cuando terminaron, los enrollaron y los dejaron caer
dentro del tarro, mezclándolos con todos.
Y COLORÍN COLORADO... así es como termina la historia del
Duende Cazador de Recuerdos.
Así es como termina la historia de DIARIO DE UNA SONRISA.