jueves, 25 de febrero de 2016

COLORÍN COLORADO

Érase una vez la historia de un pequeño duende: El Duende Cazador de Recuerdos. Era pequeño y travieso, de orejillas puntiagudas y tan chiquitito como una nuez. Pasaba las tardes aburrido sentado en la ventana del árbol donde vivía tranquilo y feliz junto a sus padres y sus 7 hermanos. Sin embargo, este duende tenía una característica que lo hacía diferente al resto: no podía tener Recuerdos. El pobre era incapaz de recordar todo aquello que le gustaba: las tardes de juegos en el bosque con sus hermanos, los paseos por el campo para recoger fruta con su papá o las historias que le contaba su mamá antes de irse a dormir.
Una noche, una de esas en las que la luna se tiñe de color carmesí, el duende descubrió que, si se hace con mucho cuidado, los recuerdos se pueden guardar y almacenar para toda la vida. Sólo hay que escribirlos en un papel de colores, y una vez terminado, enrollarlo y ponerle un lazo para que el recuerdo no se escape.
Así que un buen día, el duendecillo, cansado ya de hacer cosas y luego no poder recordarlas, tomó una decisión: se convertiría en Cazador de Recuerdos. Cada semana se escaparía de noche e iría a la ciudad para robar los recuerdos de los niños que allí viviesen. Así nunca le faltarían recuerdos que rememorar cuando estuviese aburrido en la ventana de su habitación. A partir de ese día, viviría de los recuerdos de los demás.
Esa misma noche preparó todo lo que iba a necesitar: una mochila, sus botas de paseo y una gran tarro de cristal para meter allí todos y cada uno de los recuerdos que obtuviera en la gran ciudad. Al principio el tarro estaría muy vacío, pero seguro que a medida que avanzaran las semanas el tarro se iría llenando, así que eligió el más grande de la despensa de Mamá.
Una vez tenía todo listo, saltó por la ventana y empezó a caminar hacía la ciudad. Estaba ansioso por ver qué cosas nuevas y divertidas podía llegar a encontrar. Caminó por las calles y se subió a todos los sitios que pudo para asomarse a través de las ventanas de la casas. Su nariz redonda y de color rosita casi se hizo plana de tanto tiempo que llegó a permanecer algunas veces pegado a los cristales en su intento de encontrar algo diferente y especial.
Empezaba a amanecer y el duendecillo sabía que se acercaba la hora de regresar a casa. Tenía que llegar antes de que sus papás se dieran cuenta de que no estaba allí y le castigaran, evitando que pudiera volver a salir de nuevo. Sin embargo, cuando ya enfilaba el camino de regreso, descubrió la casa de una niña recién nacida que dormía plácidamente en su cunita gris con lunares blancos. Inmediatamente, el duende supo que esa niña podría proporcionarle grandes Recuerdos, así que cada semana se escaparía del bosque e iría a visitarla. En su mochila llevaría de nuevo el tarro de cristal y después de que sus padres la dieran un beso deseándola dulces sueños, el duende se acercaría a ella y la robaría uno de sus recuerdos, el que más le gustase.
De regreso a casa, el duendecillo tuvo una genial idea: si quería recordar donde vivía esa niña, tendría que dejar marcado el camino para poder volver a verla. Sacó de su mochila una pintura de color rojo y en cada esquina fue pintando un dibujo que le recordase que estaba yendo por el camino adecuado. Ese dibujo era una carita, pero no una cara cualquiera, sino una cara sonriente. Así que el símbolo que le guiaría de nuevo hacía esa niña sería una sonrisa: su sonrisa.
Una vez en casa, escondió el tarro debajo de su cama y dejó las botas manchadas de barro en el zaguán de la entrada para que su mamá no le regañara. Pasó los días mirando el tarro vacío, pensando con qué recuerdos le gustaría poder llenarlo.
Pasados 7 días, volvió de nuevo a saltar por la ventana. Era hora de ir a visitar a su nueva amiga. Era hora de seguir el camino de sonrisas que había dejado marcado la semana anterior. Era hora de colarse por la ventana y sentarse al lado de su cama para poder robarla uno de sus recuerdos.
Y así fue como, semana tras semana, recuerdo tras recuerdo, el duende fue conociendo la vida de esa pequeña niña. Durante todo un año la estuvo visitando y cada semana escogía el recuerdo que más le gustaba: unos le hacían reír, como cuando dentro de la barriga de mamá descubrió que iba a ser una niña; otros le hacían llorar, como cuando descubrió que el bebé tendría que pasar por el quirófano por primera vez; sin embargo, todos tenían una cosa en común: le hacían sentir.
Gracias a todos esos recuerdos, el duende conoció porqué la niña tenía la sonrisa partida o porqué la costaba tanto mantenerse despierta, supo de su labio leporino y de su comunicación interventricular. Gracias a sus recuerdos conoció a sus papás, a sus abuelos y a sus tíos. Gracias a sus recuerdos conoció a todos sus doctores, a todos sus ángeles de la guarda.
Gracias a todos esos recuerdos, el duende pudo conocer el mar y saborear el agua salada, supo cómo suenan los tambores o todo lo que implica que te operen, no una ni dos, sino tres veces. Gracias a todos esos recuerdos, el duende comprendió lo difícil que es tener que ir a hospitales semana sí y semana también, sintió los nervios que se tienen antes de nacer o incluso la felicidad que se siente al dar por primera vez la vuelta al sol. Gracias a todos esos recuerdos, el duende conoció la historia de la niña.
El número de recuerdos que había guardados en el tarro cada vez era más y más grande, así que el duende decidió ponerle nombre a todos y cada uno de ellos para poder encontrarlos más fácilmente: UN PAR DE RAYAS ROSAS, PROBLEMAS EN EL PARAÍSO, EL GRAN DÍA, SUPERHÉROES EN EL ARTE DE VIVIR o QUERIDOS REYES MAGOS.
Cada semana, el tarro estaba más y más lleno, hasta que un día ya no cupo ni uno más. Entonces el duende supo que era hora de cambiarlos a un tarro aún más grande. Aprovechando que todos en su casa dormían, cogió una silla y se subió a la estantería donde su mamá guardaba todos los tarros de cristal. Estirando mucho el brazo, alcanzó aquel que creía más adecuado para almacenar todos los recuerdos, con tan mala suerte que en el último momento y cuando ya casi lo tenía en sus manos, éste resbaló cayendo al suelo y rompiéndose en mil pedazos. El estruendo despertó a su mamá, que sobresaltada acudió corriendo a la cocina para ver qué es lo que había ocurrido.
Allí, en el suelo, encontró a su pequeño duendecillo tirado entre un montón de cristales y llorando sin parar.
- ¿Pero se puede saber qué es lo que ha pasado? ¿Te has hecho daño, cariño?
El duende miró avergonzado a su mamá mientras ella le ayudaba a levantarse. Entonces no le quedó más remedio que contarle toda la verdad.
- Verás Mamá, estaba intentando alcanzar este bote de cristal.- La dijo mientras se limpiaba las lágrimas que caían de sus ojos.
- ¿Y para qué necesitas un bote de cristal?
- Pues... lo utilizo para almacenar Recuerdos. No los míos, sino los de una niña a la que voy a ver a la gran ciudad. Cada semana me siento junto a ella mientras duerme y la cojo un recuerdo. Después lo guardo en este tarro para tenerlo siempre conmigo.
- ¿Y para que quieres sus recuerdos? ¿Qué haces con ellos?
- Pues como yo soy incapaz de tener recuerdos, me gusta tener los suyos. Los dejo guardados en el tarro  debajo de la cama y cuando estoy solo en mi habitación los saco para echarlos un vistazo. Así me pongo feliz.
Entonces su madre, agarrándole de la mano y mirándole tiernamente, le dijo:
- Cariño, no importa que tú no tengas Recuerdos. Todos tenemos algo que nos hace especiales en esta vida. Al igual que tú, seguro que esa niña a la que vas a ver también tiene algo que la hace especial. Pero no hay que avergonzarse de ello, mi vida. Además, te voy a contar un secreto: de nada sirve tener Recuerdos si los dejas guardados para siempre dentro de un tarro de cristal. Lo importante de los Recuerdos es compartirlos con los demás, para que su esencia no se pierda y todos puedan disfrutar de la magia que guardan en su interior. Por eso, tienes que volver a casa de esa niña y devolverla todos y cada uno de sus Recuerdos. Hazla ese regalo para que cuando sea mayor pueda conocer su historia y compartirla con todos aquellos que la rodean. Deja que sea ella quien la cuente y quien viva su vida. Tú tienes que vivir la tuya.
- Mamá, ¿y qué voy a hacer yo sin Recuerdos?.- Le preguntó el duende mirándola fijamente a los ojos.
- ¿Sabes que es más importante que los Recuerdos? Los Sueños. Los Sueños nos permiten ser quienes queramos y alcanzar todo aquello que nos propongamos. Además, los Sueños también los podrás guardar, escribiéndolos en un papel y metiéndolos en este tarro.- Le dijo su mamá mientras le daba el tarro más grande que tenía en la despensa.- Procura que siempre esté lleno y que el tarro nunca se quede vacío.
Y así es como el Duende Cazador de Recuerdos volvió a la noche siguiente a casa de esa niña. Se sentó a los pies de la cama y acariciándola la cabeza, la susurró al oído:
- ARIADNA, aquí tienes tus Recuerdos, para que puedas disfrutar de ellos cuando te hagas mayor. Compártelos con los demás, porque así es como realmente tendrán valor. Cuida de ellos y sigue creándolos, porque son maravillosos. Aliméntalos y vívelos con los demás, porque así conseguirás que sean más especiales. A partir de ahora, te toca a ti contarlos al resto del mundo. Yo siempre estaré cerca de ti, pero a partir de mañana no te quitaré ni un recuerdo más. Son tuyos.
El duende pegó un salto, bajándose de la cuna y cuando se dirigía hacia la ventana, volvió corriendo de nuevo y la dio un fuerte beso en la frente a su querida niña, aquella que sin pedirle nada a cambio había compartido con él todas y cada una de sus vivencias.
- Gracias Ariadna por haberme dejado formar parte de tu historia. Cuando seas mayor, acuérdate de que todos tenemos algo que nos hace especiales y no vivas sólo de tus Recuerdos, sino también de tus Sueños.
A la mañana siguiente, cuando los padres fueron a despertar a la niña, descubrieron un pequeño tarro de cristal a los pies de la cuna. Dentro había un montón de papeles, todos ellos cerrados con lazos de colores. Sus papás empezaron a leer emocionados todos y cada uno de aquellos papeles, descubriendo que eran los recuerdos de la pequeña Ariadna. Decidieron que ellos también querían participar de esa historia, la de su hija, así que sacaron un bolígrafo y empezaron a escribir alguno de sus recuerdos vividos junto a ella. Cuando terminaron, los enrollaron y los dejaron caer dentro del tarro, mezclándolos con todos.
Y COLORÍN COLORADO... así es como termina la historia del Duende Cazador de Recuerdos. 

Así es como termina la historia de DIARIO DE UNA SONRISA.